La casa estaba teñida de luto: rezos apagados, mates amargos y la resignación de quienes aceptaban una tragedia sellada por la Justicia. En el centro del salón, el ataúd contenía lo que todos creían era el cuerpo de un joven muerto bajo las ruedas de un camión cañero. Su madre lo había reconocido y el fiscal Carlos Sale había caratulado el hecho como homicidio culposo, aunque las primeras pericias también barajaban la hipótesis de un suicidio.

Sin embargo, pasada la medianoche, la escena dio un vuelco inverosímil. Una sombra se recortó en la puerta y una voz quebrada interrumpió los murmullos: “Estoy vivo”. Era el joven al que despedían, con la mirada perdida y el paso vacilante.

El salón estalló en gritos y llantos. Algunos retrocedieron como si vieran un fantasma, otros rompieron en un llanto aún más desgarrador. “Quedamos helados”, resumió una vecina.

El muchacho explicó que no había muerto: había estado ausente varios días, sumido en drogas y desorientación. Ignoraba que un cuerpo extraño, sin identidad confirmada, había sido entregado a su familia y velado como si fuera el suyo.

La policía acudió de inmediato. El ataúd fue retirado y el cadáver anónimo regresó a la morgue judicial, donde continúa sin nombre ni reclamantes. El fiscal habló de protocolos fallidos y errores humanos inevitables, mientras que los vecinos señalaron la crudeza de una realidad que atraviesa a muchas familias: hijos que desaparecen, madres que no duermen y la incertidumbre permanente de no saber si siguen con vida.

“Es la realidad que viven las madres de los jóvenes que son adictos. Se van de la casa y no regresan más. Uno nunca sabe lo que les puede pasar”, advirtió María Laura García, referente comunitaria.

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